Estos días han sido poco productivos en los términos habituales del término. He hecho pocas cosas. He escrito poco o nada, he avanzado nada en tareas pendientes. En lo concreto, en lo que respecta a los pequeños ladrillos o las pequeñas baldosas del camino que cada cual va construyendo no puedo contar con ninguna aportación concreta. Pero eso no significa que no haya hecho avances de otro tipo.
No dejan de ser avances antiguos, como las sendas de ese laberinto del que hablaba y cuyo camino recorremos una y otra vez. Porque al final tras cientos y cientos de pasos, si miramos al suelo, vemos que los senderos más desgatados por las pisadas son sólo unos pocos. Hay otros que hemos transitado alguna vez pero en la mayoría acaba creciendo la hierba de no pisarlos nunca más.
Al final volvemos a los mismos caminos igual que los pequeños arroyos caen de nuevo en una corriente mayor. Decía hace unos días que cuando éramos niños sabíamos con claridad lo que queríamos. Soy un gran defensor de esos sueños de niño, de los imposibles, los fantasiosos, los imaginativos. De astronautas que contactan con nuevas civilizaciones en otros planetas. De arqueólogas que descubren templos ocultos. De médicos que logran la cura para todas las enfermedades. Pero también de sueños más pequeños aunque no haya sueños pequeños en realidad. Del pintor que pinta cuadros, del escritor que escribe novelas, de la rockera que toca en su banda, del cuidador de animales… Caminos que pueden parecer anodinos a los demás pero son el sendero mágico de quien los recorre.
Vamos creciendo y los caminos se multiplican. Por despiste o por obligación a veces entramos en algunos que no son los nuestros. Con suerte nos damos cuenta cuando llevamos pocos pasos y entonces damos marcha atrás hasta la última bifurcación y tomamos otra opción. A veces nos guiamos por los mapas de los debería, tendría, es lo mejor, etc. O nos paramos a descansar porque el trayecto se nos hace largo, y en más ocasiones de las que debiera ser no volvemos a retomar el camino. Nos hacemos una casa, o encontramos una cueva… cualquier cosa en la que nos establecemos como esas ciudades que se formaron en la linde algún camino importante de peregrinación. Al final nos queda un sitio fijo en un camino que aún no ha terminado.
Pero en la tormenta que es la vida el viento no para de soplar ni el agua deja de agitarse. Y en las ocasiones en las que amaina, si miramos a nuestro alrededor en lugar de preocuparnos por nuestras ropas o nuestros utensilios, podemos ver dónde estamos. Y yo acabo siempre en los caminos que permanecen, los que he pisado más veces, los que empezaron allá cuando la infancia y que estaba convencido que llegarían al final, y yo con ellos. ¿A qué final? Pues el de la vida, supongo. La casa, la cueva, el castillo, lo iba a construir al final del sendero, como los castillos de los cuentos, y no a un lado.
Yo tengo unos pocos de esos caminos. No muchos, nunca son muchos. Dos o tres, a lo sumo. No son grandes ni anchos pero sí son consistentes en cierto modo. La escritura es uno de ellos, de los que empezó érase una vez en la infancia. Los misterios del mundo (de la mente, de lo sobrenatural) es otro. Tras las tormentas que me hacen avanzar a ciegas o cuando me entretengo cogiendo flores como Caperucita por caminos secundarios, dando rodeos, mis pies me acaban llevando de nuevo a esos senderos conocidos. Al final, lo que quedan son ellos.
Nunca son exactamente iguales porque se les unen otros pequeños caminitos que los enriquecen, o cambia el paisaje que los bordea. También surgen sin cesar veredas que parten hacia otras direcciones y que ignoramos con mayor o menor resolución.
Lo que al final permanece son esos pocos caminos por los que empezamos, los que nos hacen sentir que no hemos perdido el rumbo. Y la verdad es que no tengo claro si esto es algo bueno o no. Es decir, si lo que queda al final, tras las tormentas y el deambular, son los caminos importantes o si en algún momento habrá que abandonarlos en pos de una de esas veredas laterales.
Siguiendo mi propia experiencia, lo que permanece al final unos pocos senderos de siempre, unos cuantos sueños o aspiraciones, unas pocas ambiciones. La mayoría antiguos y alguno posterior. Y me encuentro en ellos una vez y otra, no sé si por inercia o porque no puede ser de otro modo.
No sé si a ti, al final, lo que te queda tras las tormentas es algo similar.