Doy por hecho que todo el mundo quiere volar. No en un avión o en un ala delta. Me refiero a elevar el espíritu. A soltarle las riendas y dejarlo a merced del aire. Con el tiempo y con la edad tengo la impresión de que ese vuelo no es sólo hacia arriba sino hacia delante.
Queremos volar y lo primero que hacemos es darnos impulso. Aunque sea un poco, doblamos las rodillas y luego nos lanzamos al aire. En nuestra búsqueda espontánea del vuelo lo primero es el apoyo.
Queremos volar a partir de algo, gracias a algo, mediante algo. El cielo está ahí, sobre nosotros, pero buscamos las alas a veces en el pasado, en nuestra biografía, en los recovecos de nuestra historia, en aquello que se quedó a un lado del camino. Para volar, lo primero que hacemos a veces es aferrarnos a algo.
Algo que creemos es lo que nos dará el impulso. Que nos permitirá dejar atrás -y abajo- todo lo demás, que nos iniciará en el viaje definitivo y deseado.
Algo que consideramos nuclear. Básico. Imprescindible. Algo de peso.
Como una piedra.
Algo sólido, consistente, claro y nítido como sabe serlo una piedra. Da igual que sea pulida, pura o compuesta de varios elementos. Hay algo primitivo en las piedras. Y en esa magia de lo primitivo, lo primigenio, nos aferramos a ellas. Se convierten en centros de gravedad, en esencias de nuestra vida. No las piedras como tales, no las rocas. Las otras, las piedras del alma (a la mente hace mucho que la rodeo).
Tengo varias piedras, y tú también. Esa persona con la que te estás comparando continuamente. Esa idea sobre que debes luchar contra esa persona o ser mejor, o ganarle. Ese sueño de la infancia o ese proyecto nuevo. Gente que se escurre de tu vida pero que tú sigues recogiendo con las manos aunque se te cuelen entre los dedos y cada vez haya menos. Momentos que pasaron, o que nunca fueron.
Arriba, el cielo. Abajo, la piedra. Y así no volamos.
Porque las piedras no vuelan, pero nosotros sí podemos hacerlo.