El título no es correcto. Debería ser La maldición y la bendición de la infancia. Ambas, maldición y bendición, tratan sobre lazos, dones o castigos que nos persiguen durante toda la vida. Como la infancia.
¿Por qué, entonces, he elegido ese título y no el otro? Quizás, ahora que lo pienso, porque no prestamos atención a las bendiciones que recibimos. ¿Es una bendición haber tenido una infancia? Bueno, depende de cómo fuera la infancia. Sin duda haberla tenido nos dice que, como poco, estuvimos vivos. La calidad de esa infancia es otro tema, tal vez el que nos diga si podemos llamarla bendición.
Pero no va por ahí la cosa. Nada de traumas infantiles ni infancias atormentadas.
Va de maldiciones. Porque las maldiciones nos acompañan también toda la vida, salvo que logremos librarnos de ellas. Y qué cosas, en las historias los personajes que están malditos intentan por todos los medios librarse de su maldición. Podemos entonces pensar que una maldición es, como poco, algo no deseado.
La infancia es una maldición. Allí están los primeros todo: las primeras preguntas, los primeros razonamientos enclenques para darle sentido al mundo, las primeras ilusiones y desilusiones, los primeros temores, las primeras revelaciones sobre lo que se nos vendrá encima aunque en aquel entonces no mirásemos mucho al futuro con esa intención. Todo estaba por venir, todo saldría bien. Todo eran puertas que se podían cruzar solamente en un sentido: de la infancia al futuro.
Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria
Louise Glück
La infancia es una buena maldición, no hay duda. Allí están los primeros intereses, los primeros sueños. Los cuando sea mayor y los yo quiero ser esto o aquello. Con suerte, si has tenido lo básico (comida, techo) aunque tuvieras escasez de otras cosas, es seguro que había mucho espacio en la infancia para el futuro.
La claridad con la que sabíamos lo que queríamos. La pasión sin límite que estábamos seguros no iba a desfallecer nunca. La fuerza infinita, el optimismo desmesurado, todo eso era lo normal: allí, en la infancia, no había tiempo ni lugar para la duda.
Así funciona una maldición. Te marca para siempre y no puedes librarte de ella. Late continuamente, a veces como un susurro y otras con tanta fuerza que tienes que taparte los oídos aunque el rugido venga de dentro. Estamos malditos, malditos sin remedio, malditos por nuestra infancia y sus planes, sus sueños, su dolorosa claridad.
La claridad con la que sabíamos lo que queríamos.
Las maldiciones no pierden fuerza así pasen cinco o cincuenta años. Podemos ignorarlas, pero no eliminarlas. Podemos cubrirnos de amuletos y rituales que la ahoguen, pero cuando bajamos la guardia, cansados de sostener la cerca que nos protege, hartos de los ritos y rutinas que nos empapan, la maldición asoma de nuevo. Fuerte como el primer día. Sin mácula. Indestructible.
Todos estamos malditos. Malditos sin remedio. Esta maldición viene con cosas que pesan: angustia, remordimientos tal vez. Pero lo que más pesa es la claridad. Porque no todas las maldiciones son oscuras.
La claridad con la que sabíamos lo que queríamos.