El otro día mi amigo Miguel dijo, durante una conversación sobre libros y cosas variadas: “todo tiene un montón de profundidad al final».
Lo cotidiano (el aspecto extraño de lo cotidiano, en realidad) es mi cosa brillante y yo soy el animal que se siente atraído por lo brillante. Ese comentario me pareció una joya fulgurante. Y la seguí.
La profundidad aparece por todas partes. Está en el terror, donde el secreto de la casa horrenda se encuentra en su parte más profunda, en el sótano, tal vez enterrado en él o emparedado tras una pared. Está en la fantasía, donde en lo más profundo de la cueva habita el dragón o el brujo, o se encuentra la puerta que abre la entrada a otro mundo aún más profundo.
El misterio y lo profundo son a veces la misma cosa, no importa si hemos de resolver un asesinato en mansión o nos enfrentamos a una serie de hechos desconcertantes que no entendemos. Debajo de todo ello, en su nivel más profundo, todo está explicado y conectado. Si escarbamos y no nos dejamos distraer por el árbol, llegamos a lo profundo de la situación y entonces vemos el bosque.
Los bosques guardan sus secretos en lo más profundo. En lo más profundo del bosque no es sólo una frase: es un lugar, un estado de ánimo, una verdad absoluta. Si hay un bosque existe lo más profundo de ese bosque. Y es allí donde estará todo lo que nos interesa: el refugio donde resguardarnos si nos perdemos, la cabaña de la bruja, el castillo, el río…
Una capa y otra capa debajo. Y luego, otra. Vamos eliminando lo superficial y avanzando hacia lo profundo. Al final damos con la puerta, la gruta, la oscuridad o la luz pero siempre en lo más profundo de la montaña, de la mansión, de los personajes o de la historia.
“Siempre hay otro secreto”, decía Kelsier en la trilogía Nacidos de la bruma de Brandon Sanderson. Siempre hay un significado más profundo en las acciones, los escenarios y los acontecimientos. Nos regocijamos cuando se nos muestra la profundidad de los personajes. Cuando profundizamos en el significado y el símbolo.
La mente es un fantástico lugar donde alojar lo profundo. Por pequeño que sea, como el guisante debajo del último colchón de la cama de la princesa, aquello que está en lo profundo nos llama. Puede asustarnos o alentarnos, confundirnos o darnos sentido a lo que tenemos en la superficie, pero no se calla. Lo profundo del bosque, de la casa, de la montaña, del mar, de la cueva o de la mente no descansa. Nos llama una y otra vez sin descanso.
Y vamos hacia ello. No es algo que contemplemos como quien mira una puesta de sol, que está allí y nosotros aquí. O como quien mira las estrellas. Lo profundo no se contempla: lo profundo se holla, se habita, debe ser invadido a la carrera o reverenciado avanzando con pasos cuidadosos. No podemos evitar ir hacia lo profundo.
Cuando somos niños y estamos en la playa nos advierten una y otra vez que no vayamos a lo hondo, pero vamos. Y si no vamos, queremos ir, nos gustaría ir. ¿Has entrado alguna vez a una cueva? Es una gran experiencia. Quieres entrar más adentro, meterte por ese hueco, ver qué hay detrás, más allá. Porque en el fondo sabemos que hay algo en lo profundo, algo distinto a lo que está fuera.
Por eso funcionan las novelas (al menos la mayoría): porque en nuestra concepción lineal del mundo y del tiempo, lo profundo está al final: al final del bosque, de la gruta; abajo del todo de la mansión, en lo hondo del océano. Al final de nuestra mente, oculto, protegido. Como el guisante debajo del último colchón. Y en una novela lo profundo se revela al final: el significado oculto de todo lo que ocurría pero no podíamos ver, la resolución de un asesinato cuyas pistas estaban delante nuestra, la transformación del personaje, la muerte y resurrección, la verdad revelada.
Nos atrae lo profundo como una cosita brillante. Y en cuanto lo intuimos comenzamos a avanzar hacia él.