Tenemos la costumbre de morirnos. Un vicio como otro cualquiera. Nos morimos y dejamos el patio como se quede, que ya se ocuparán otros. Algunas personas lo dejan hecho un desastre y otras lo dejan escamondado, ni una hoja seca en el suelo. Pero como este vicio de morirse surge cuando le parece, a la mayoría nos pilla, o nos va a pillar, con el patio de aquella manera.
Total, que estamos muertos y llega todo eso de que ya descansamos, ya no nos enteramos y sobre todo, alcanzamos de golpe y porrazo la santidad: qué bueno era, tenía sus cosas pero se preocupaba por la gente o cualquier otro puñado de anécdotas y recuerdos más borrosos que la foto de un OVNI que se dicen allí en la puerta del tanatorio. Muchas serán ciertas, no te digo que no. Y ojalá así sea en tu caso. Quiero decir, que ojalá digan de ti cosas bonitas si te las mereces, o te digan que eras un cabrón hijo de puta si te lo mereces también.
Pero no voy a eso.
Estás muerto. Vamos a suponer, ¿de acuerdo? Estás muerto y ahora, ¿de quién eres? ¿A quién perteneces? ¿Quién tiene la potestad de tu historia, tu verdad, tu vida?
Morirse es una putada, dicen. Lo dicen los vivos, que a los muertos no los hemos oído nunca, salvo a veces en el final, cuando ven que empieza el siguiente viaje y que en esta vida ya está todo hecho. Quizás por eso la muerte nos acojona tanto o como diría aquél, nos da respeto. Porque morirse es un instante en el que te das cuenta de que si lo que sea no ha sido ya, pues ya no va a ser. Y por ese miedo quizás es por lo que manipulamos a los muertos a nuestro antojo. Los reclamamos una vez que ya no pueden decir nada.
He visto cosas en los velatorios y las misas que dejan claro que los muertos, una vez muertos, pertenecen a los vivos. Cuando el cura dice que el muerto era así y asá, normalmente sin conocerle de nada, está meando sobre el muerto. Quizás el difunto no era ni creyente, cosa que sucede mucho, pero la viuda, el viudo, los hijos o el de la esquina -si no tenía nadie más cuando el muerto se murió- ignoran ese hecho.
Y cuando digo «ignoran» quiero decir que sí saben que era ateo hasta reventar, pero ¿quién va decir lo contrario? ¿Quién tiene mayor autoridad sobre un muerto que su familia, su gente cercana? ¿Tú?
Y así, con una total falta de respeto convierten al ateo en un ferviente creyente. El cura dice las cuatro cosas banales sobre el valle de lágrimas y que ya no caminarán solos porque Dios está con ellos y en la arena he dejado mi barca junto a ti buscaré otro mar… y hala, el muerto al hoyo y el vivo a la titularidad de la vida del muerto.
El muerto quizás odiaba con toda su alma a su viuda, o la muerta a su viudo. Pero el viudo o la viuda toman la palabra, una vez el muerto ya está muerto, para decir que si blanco que si verde. Que lo que quería era que donara sus libros tras su muerte, por ejemplo, cuando en realidad el muerto no prestaba un libro ni su madre.
Pero los muertos ya no son dueños de su vida. Porque ya no hay vida para ellos. Entonces llega la palabra (de los vivos) y reconfiguran la vida del difunto.
Pero noto que aún no he llegado a lo que sea que quiero decir. Y estas entradas las escribo del tirón y sin editar. Me falta algo, algo se me queda en el tintero. No llego. ¿Qué es?
Quizás no me corresponda a mí decirlo sino que cuando me muera alguien lo cuente por mí mucho mejor que yo, incluso.
Lo del muerto ateo que cuento más arriba es real. Un amigo, que no era creyente, murió y su hermana, a quien no veía desde hacía no sé cuanto y que vivía allende los mares, se encargó del funeral. Y del muerto, y de su vida y su historia. Hubo misa porque ella quiso. La vida del muerto que flotaba allí en el tanatorio no era la real. Había partes escondidas, «ignoradas». El muerto no podía hablar, pero los amigos vivos que estábamos allí sí.. pero no lo hicimos. Entre nosotros sí, pero no cogimos el micrófono para decir que el muerto era otra persona.
Creo que esto era lo que me faltaba por decir.
Que, a veces, no sabemos qué hacer con la muerte ni con los muertos. Pero sobre todo no sabemos qué hacer con nosotros mismos. Y para que nada cambie y todo siga igual, cambiamos a los muertos a nuestro antojo.
Me callo ya.