Óscar Iborra

Nos hace falta un berrinche

Oír a un niño llorar y berrear nos molesta, pero tiene algo de hermoso y de salvaje. Se grita y se llora sin medida, sin procurar quedar bien ni preocuparse por dar una escena. Esos gritos y esos llantos nos resultan molestos, desagradables. Así debe ser. Si son bebés es un mecanismo para que les atendamos aunque no sean nuestros hijos. Si ya no son bebés sino niños con pocos años el mecanismo es el mismo, menos centrado en la supervivencia –no se van a morir si los padres no le compran ese juguete– pero igual de efectivo en lo que llamar la atención se refiere. Pero es una llamada de atención visceral en la mayoría de los casos. El juguete, su ausencia en realidad, es vital para el niño. El llanto, el berrinche, los gritos y las patadas al suelo son expresión vital, sin medida.

Pero además de molestos, los berrinches de los niños nos resultan amenazantes. Nos ponen en tensión por aquello de la respuesta de atención que nos provoca un llanto infantil, sí. Pero creo que mueven algo más en los adultos.

Nos recuerdan algo que hemos perdido, algo que nos gustaría poder hacer. Explotar sin medida. Estallar sin límite, sin importarnos una mierda quién nos mire o cuáles van a ser las consecuencias. ¿Llamarán a la policía si nos ven berreando en mitad de la calle? ¿A una ambulancia? O tal vez peor: nos mirarán de manera reprobatoria porque no nos estamos comportando como un adulto. Estamos fuera de control, salvajes, sin medida.

Y todos queremos ser salvajes.

En sesiones de danza y movimiento consciente, donde los adultos de todas las edades bailan sin cortapisas (y respetando a los demás, claro) he visto, tanto en los que he asistido como danzante como en los que he facilitado yo, decenas de berrinches que no eran tanto berrinches sino explosiones necesarias. Y no porque gritaran o se tiraran al suelo aunque algunos, muy pocos y pocas veces, lo hicieran. Era la libertad, la ausencia de juicio por parte de los demás, la externalización de lo íntimo, lo secreto, lo que nos da vergüenza aunque no debería porque esa vergüenza viene impuesta dese fuera.

Al niño no le da vergüenza llorar, gritar y que le chorreen los mocos; le da vergüenza al padre o la madre. Y le da vergüenza porque los demás adultos miran la escena como jueces autoerigidos sobre lo que es correcto y lo que no, lo que está bien y lo que no lo está. Y emiten su veredicto de “mala madre” o “mal niño” con una mirada por encima del hombro.

Que sí, que hay padres y madres nefastos y niños maleducados. Pero no hablo de esos.

Necesitamos un berrinche de vez en cuando. Necesitamos en realidad la posibilidad de tener un berrinche ante las cosas que nos pasan en la vida o que pasan en general, ante el hecho de no poder mandar al carajo a tal o cual persona o no poder voltear una situación que nos parece injusta. Sublimamos, nos guardamos cosas, somos “buenos”. Tal vez descarguemos en redes, en cometarios con amigos, en críticas o cinismo. Todo ello porque no podemos (no está bien visto en realidad, no es que no podamos) tirarnos en mitad de la calle a gritar y llorar, a maldecir a los cielos y a los dioses o a algo mucho más prosaico como darle un guantazo a alguien que, a nuestro parecer, se lo merece.

Porque una cosa es violencia (te pego por gusto) y otra es agresividad (algo natural: te pego si me atacas) Tal vez pienses que estoy justificando la violencia y no es así, pero en realidad tampoco me importa mucho si lo piensas. Esta entrada es un berrinche: es de mí para mí.

Qué papel tan importante juega aquí la narrativa, las historias. Las películas o libros donde conocemos y vivimos un tiempo con personajes que lloran o gritan, que golpean a quienes les atacan y que luchan contra lo que consideran injusto. En la comunión que se produce en la lectura o en la visión de la historia nosotros somos ellos: el que clava la espada en el malvado, el que monta una escena en público, la que lo manda todo a la mierda y hace lo que quiere.

Incluso podemos rozar lo sádico y lo violento pero protegidos por la distancia que nos ofrece el espacio entre nosotros y la pantalla o el libro. Nos encantan los malos, ¿verdad? Y no siempre nos gusta que acaben con ellos, ¿verdad? Esos personajes son nuestra parte… berrinche. Podría decir nuestra “parte mala” pero no quiero simplificarlo tanto. El personaje que corta la garganta al rey déspota (y a su mujer, a sus hijos y a sus soldados) nos parece violento pero… La mujer que grita, explota y le lanza a su jefe una impresora a la cabeza en una película nos parece un cliché pero nos sacude por dentro porque, ¿quién no ha querido tirarle una impresora (o lo que sea) a la cabeza de alguien?

Y vivimos ese berrinche gracias a esos personajes que lo hacen por nosotros, desde una respuesta subida de tono hasta provocar una masacre. Y de un modo simbólico ese berrinche es el nuestro. Hemos sostenido la espada manchada de sangre, hemos tirado una impresora a nuestro jefe, hemos gritado cuatro verdades a alguien o nos hemos desplomados sin más en cualquier calle o camino a gritar porque todo nos parece injusto o el mundo nos duele.

No hay que olvidar que nosotros somos personajes en nuestra vida. Construidos poco a poco, en consonancia con los demás y el entorno. No gritamos, o maldecimos ni lanzamos hechizos que asolen pueblos enteros.

Pero de vez en cuando ya nos gustaría, ya.

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