Las cosas van perdiendo brillo. La tela del sofá, el marco de la puerta. La ropa. Se desgastan o tal vez sea que nos cansamos, o peor aún, que nos habituamos a ellas. Todo se vuelve de algún modo un poco más opaco, más apagado. El rojo y el verde se abrazan despacio y crean un color homogéneo, al que se suma el azul del cojín, o el negro de la estantería.
Nuestro cerebro está hambriento de novedades, de luz, de colores nuevos, o de colores conocidos pero que parezcan nuevos. Un rojo que ya hemos visto pero no es exactamente igual, que tiene algo distinto, algo que lo hace más rojo, mejor rojo, otro rojo, distinto rojo.
La calma, lo opaco, la ausencia de brillo puede vivirse como una forma de paz, de estabilidad. Un mar en calma que no augura tormentas ni sobresaltos. También puede ser una agonía, boquear con ojos ávidos de un rojo nuevo. O si no nuevo, al menos brillante.
El terror, el horror, el miedo… suelen vestirse de colores oscuros y tonos pálidos. La oscuridad no es brillante. La muerte, la pérdida, aparecen como sombras grises o negras. En una historia de luz la sombra acecha, la oscuridad amenaza. El brillo es refugio seguro.
En una historia de opacos, de tonos que se rozan unos con otros para ser homogéneos y seguros, lo brillante es una amenaza.
Es muy probable que tú, al igual que yo y que todos, estemos instalados en la parte de luz de la historia. Somos la habitación con las ventanas abiertas, no el sótano cerrado. Somos el jardín con flores, no la gruta sombría. Eso no elimina los sótanos ni las grutas, ni los fondos de los cajones o los estantes altos de los armarios.
¿Puede el horror ser brillante? Las historias, las que leemos y las que vivimos en nuestras cabezas, relegan el miedo, el temor y el ansia a lo oscuro; de hecho, una cosa tal como “la oscuridad” se personifica, adquiere una identidad, un Ser. Guardamos cosas en las zonas oscuras (el fondo del cajón, el fondo de la mente) y dejamos a la vista, para que brillen, sólo las que nos gustan.
Y con el tiempo esas cosas brillantes se apagan. Porque todo se apaga un poco. Compramos algo nuevo para decorar que “haga juego” con lo que ya tenemos y así conseguimos que todo brille de nuevo un poco. Pero luego el ciclo se repite y el brillo nuevo se mezcla con lo opaco y se convierte en homogéneo. En un mar en calma: sin tonos, sin matices; un sitio seguro.
Cuando vemos una película de terror o de misterio, o cuando leemos una de estas historias, siempre nos preguntamos por qué el personaje abre esa puerta o se adentra en ese bosque oscuro. Sabemos que no habría historia si no lo hiciera, pero no podemos evitar que suene en nuestra mente la voz que dice “no entres”, “no vayas”, “no mires”. Pero entramos, vamos y miramos. En el sótano, en la gruta, en el fondo del cajón.
Buscamos lo brillante.